El triunfo de la esposa del expresidente Manuel Zelaya, derrocado en 2009, plantea una pregunta a los asesores del Departamento de Estado de Joe Biden: ¿hasta dónde llega ahora su patio trasero?
El triunfo de una fórmula progresista encabezada por Xiomara Castro la jornada del domingo, doce años después del golpe de Estado contra Manuel Zelaya, nos obliga a recordar algunas cosas sobre Honduras.
El país centroamericano no sufrió las guerras civiles de sus vecinos en el siglo pasado porque la hegemonía norteamericana, especialmente en sus Fuerzas Armadas, se impuso ante cualquier resquicio de desprendimiento.
Por eso, el golpe a Zelaya en 2009 fue tan efectivo, tan concordado, que no hubo presión internacional que pudiera revertirlo (recordemos el bloqueo al avión que lo llevaba de vuelta después de su expulsión junto al entonces presidente de la Asamblea General de la ONU, Miguel d’Escoto, en el aeropuerto de la capital) y su vuelta a la política ha sido impedida de forma unánimemente institucional.
Es decir, hablamos de un Estado ideológicamente de derecha que no permitió, o no va a permitir, pequeños cambios como los que intentó Zelaya durante su gestión.
En aquel momento, las Fuerzas Armadas, junto a los grupos de poder representados por el entonces presidente del Congreso Roberto Micheletti, realizaron un ‘golpe de palacio’ con el que, sin un tiro, expulsaron al presidente legítimo del país, para posteriormente poner todos los obstáculos para impedirle su participación política.
Los demócratas del mundo callaban ante una situación fuera de toda legalidad. Ningún líder regional o mundial se dio a la tarea de acusar al presidente Juan Orlando Hernández ni de cuestionarlo. No fue objeto de sanciones, todo lo contrario.
La situación de Honduras, después del golpe y algunas presidenciales, es la de una «democradura», con grupos paramilitares que asesinaban dirigentes (cuyo caso más celebre fue el de Berta Cáceres), la judicialización de la política y la reelección arbitraria en 2017 sin estar contemplada constitucionalmente.
Sin embargo, los demócratas del mundo callaban ante una situación fuera de toda legalidad. Ningún líder regional o mundial se dio a la tarea de acusar al presidente Juan Orlando Hernández ni de cuestionarlo. No fue objeto de sanciones, todo lo contrario. Juan Guaidó en su momento de mayor respaldo se reunió con él; el Departamento de Estado de EE.UU. no lo tiene incluido en sus listas negras, ni pone precio a su cabeza.
En 2019, un tribunal en EE.UU. dictó sentencia definitiva contra Tony Hernández, el diputado y hermano del actual presidente, y en su fallo relaciona al presidente por recibir sobornos del narcotráfico.
Representantes de la Fiscalía estadounidense señalaron que el imputado «conspiró con su hermano presidente de Honduras, provocó brutales actos de violencia y canalizó dinero de la droga para campañas del Partido Nacional a cambio de promesas de protección a los narcotraficantes».
La presidencia de Hernández se volvió impresentable. El tema del narcotráfico era un asunto demasiado evidente.
La elite hondureña necesitaba reoxigenarse, darse un baño de democracia, y fue el momento de permitir la participación de Xiomara Castro, esposa de Zelaya, ganadora indiscutible del domingo, que viene a enfrentar la situación catatónica que se ha apoderado del Estado y la esfera política.
Para tratar de pararla, el partido oficial, a la usanza del narcotráfico colombiano, recreó, durante toda su campaña, al fantasma del comunismo representado, según ellos, por la candidata. Pero los cómputos del órgano electoral hondureño muestran que esta campaña no tuvo éxito, pues según los resultados preliminares, la candidata le sacó 20 puntos de ventaja a su competidor del oficialista Partido Nacional, Nasry Asfura.
Nuevos linderos del patio trasero
Centroamérica ya no es una región políticamente estable, como lo había sido durante las dos primeras décadas de este siglo, en las que vivió una «luna de miel» post-conflicto.
La radicalización de algunos gobiernos, la propuesta populista del presidente Nayib Bukele en El Salvador, junto al señalamiento judicial por narcotráfico contra el actual presidente hondureño por los tribunales de EE.UU., cruzado todo esto por el problema de la migración, que ha pasado a ubicarse en una preocupación de primer orden en la política estadounidense, todo ello hace que, el triunfo de Castro haga preguntarse a los asesores del Departamento de Estado de EE.UU.: ¿hasta dónde llega ahora su patio trasero?
Uno de los principales aspectos medulares está ubicado en la base militar de Soto Cano, bajo el control del Ejército estadounidense y utilizado como cabeza de playa contra las insurgencias en la región.
Confirmados los resultados, la tensión la tendremos ubicada en la forma en la que los partidos tradicionales, la institucionalidad realmente existente y los medios derechizados se comportan ante el nuevo escenario político que ha nacido este domingo, donde una líder progresista ocupará la silla presidencial: ¿se le impedirá gobernar como a Pedro Castillo en Perú o tendrá margen de maniobra para ejercer el gobierno y volver la institucionalidad a su cauce democrático?
La base militar de Soto Cano, a debate
Uno de los principales aspectos medulares está ubicado en la base militar de Soto Cano, bajo el control del Ejército estadounidense y utilizado como cabeza de playa contra las insurgencias en la región.
Durante su gestión, Zelaya trató de convertir esta base en un aeropuerto comercial y ese fue el principal motivo de la discordia posterior, o al menos de la estrategia del Departamento de Estado de Barack Obama para dejarlo caer.
Incluso después de la decisión de los tribunales de vincular al actual presidente y su partido con el narcotráfico, altos mandos del Ejército estadounidense siguieron «cooperando» con las Fuerzas Armadas hondureñas y reuniéndose públicamente con funcionarios del gobierno, muchas veces en la propia base.
Soto Cano sirvió como teatro de operaciones de contrainsurgencia de EE.UU. para intervenir en procesos del resto de Centroamérica desde los setentas. Para el Gobierno de EE.UU., es una cuestión de principio mantenerla.
El día del golpe a Zelaya, cuando fue detenido por grupos militares, lo llevaron a esa base, en la que había al menos 600 militares estadounidenses, antes que lo sacaran del país por la fuerza.
He allí alguna de las decisiones que tendrá que tomar la presidenta cuando asuma su rol: ¿buscará dialogar con el Gobierno de EE.UU., para lo cual deberá permitir su control en la base militar, o se atreverá a sacarlos de Soto Cano?
Independientemente de esto, la conflictividad política irá en aumento en este país en el que los poderes ven con mala cara la vuelta del zelayismo, a quien expulsó de manera violenta.
Esto es Centroamérica, el conflicto continúa.
Fuente: RT Noticias