( AMNESTY.ORG )Cuando, Diego, un joven médico encontró una petición en redes sociales dirigida a profesionales de la medicina para que trabajaran en un nuevo hospital temporal a las afueras de la ciudad de Guatemala, justo cuando la pandemia de COVID-19 empezaba a propagarse por el país centroamericano, pensó que sumarse sería una buena manera de ayudar a otros, de aportar su granito de arena.
El hospital temporal, con una capacidad inicial de 319 camas, se montó en un antiguo centro de convenciones en un tiempo récord de 10 días, gracias a una serie de grandes donaciones privadas. Iba a ser uno de los cinco nuevos centros que el gobierno del presidente Alejandro Giammattei se comprometió a construir en respuesta a la pandemia.
Cuando el hospital abrió sus puertas el 23 de marzo, Guatemala, una nación de casi 15 millones de personas, había confirmado tan sólo 19 casos del recién descubierto coronavirus. “Al principio todo estaba bien, pero, cuando fue pasando el tiempo, se empezaron a ver los problemas”, contó a Amnistía Internacional Diego, quien aún trabaja en el hospital y ha pedido que se utilice un pseudónimo por temor a represalias.
Lo que sucedió a continuación desconcertó incluso a quienes menos esperanzas abrigaban. Transcurridos más de tres meses, y con más de 19,000 casos registrados y 817 muertes al 2 de Julio, el personal de medicina, enfermería y limpieza lucha no sólo por frenar un virus mortal, sino también por pagar el alquiler.
La soledad de la primera línea
El vídeo de un grupo de trabajadores y trabajadoras de la salud agotados y frustrados, vestidos con uniformes azules y verdes y con mascarillas durante una conferencia de prensa improvisada el 12 de mayo, ilustraba lo que estaba sucediendo en la olvidada primera línea, lejos de los despachos de las autoridades gubernamentales.
“Esto no es [una] busca de pelea con nuestras autoridades inmediatas”, se oye decir a un joven médico con uniforme verde tras una mascarilla N95. “Sencillamente estamos buscando que se nos den nuestros derechos básicos y una dignidad laboral.” El médico, que dijo que había tenido que comprarse él mismo la mascarilla que llevaba, describió las dificultades diarias de trabajar en una pandemia sin apoyo efectivo.
Él y quienes le rodeaban hablaron de la falta de suficiente equipo de protección individual (EPI), incluidas mascarillas y guantes desechables para ellos y para otras personas que trabajan en el hospital, el espacio extremadamente limitado para descansar durante las largas y estresantes jornadas, y los graves retrasos en el pago de sus salarios. A muchos ni siquiera les habían pagado.
“El equipo de protección que nos dan suele ser de baja calidad. Conozco a médicos que han tenido que utilizar bolsas de basura como batas”, contó Diego.
El silencio inicial de las autoridades del gobierno y del hospital ante las quejas desató una cadena de acciones, vídeos y cartas a la directora del hospital, al ministro de Salud e incluso al presidente.
Finalmente, las autoridades aumentaron la disponibilidad de EPI, pero los retrasos en el pago de salarios y en la firma de contratos siguen sin resolverse: sólo unas pocas personas han recibido un salario equivalente a los dos primeros meses de servicio. Médicos como Ángela, que también pidió que se utilizara un pseudónimo porque temía por su empleo, declararon que trabajar sin cobrar se está haciendo insostenible para muchas de las personas que trabajan en el hospital.