Discurso del Presidente Gustavo Petro en la Universidad para la Paz , en la entrega del Doctorado Honoris Causa .
Después de escuchar detalles de mi vida pues, obviamente, no quiero hablar de mi vida. Me van a disculpar un poco la tos, pero venimos aquejados de ese problema desde que me dio Covid. Indudablemente, por los objetivos de la Universidad, sus programas y misión, es importante escuchar una visión de lo que ha sido el conflicto colombiano.
De qué manera un análisis académico, —nosotros no lo podemos hacer tanto, aunque tenemos el desarrollo de algo que se han llamado los violentólogos, personas que se dedican a analizar el conflicto del país—, pero nosotros lo sufrimos, así que, es importante verlo desde afuera, verlo como una experiencia humana dentro del planeta, ver qué lecciones podría arrojar para otros conflictos y la resolución de ellos.
Al final se trata de resolver conflictos que tienen que ver con la violencia, con la muerte del contrincante que, efectivamente, se siguen desarrollando en el mundo hoy bajo otros contextos.
El conflicto colombiano no es de ahora. No es ni siquiera de cuando lo experimenté. Arranca, solo por poner una fecha bastante arbitraria que, incluso, sobrepasa 1936.
Los colombianos ponemos una fecha más simbólica por la intensidad de lo que ocurrió aquel día, el 9 de abril de 1948 (…), el mismo día en que se inauguraba en Bogotá la Conferencia Panamericana, un encuentro de gobiernos de todos los países de las américas, buscando consolidar algo que tiene sede aquí en San José (Costa Rica): el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y la Declaración Americana de los Derechos Humanos.
Y un día, precisamente, allí mismo, cuando se inauguraba el evento en Bogotá, asesinaron a unos principales dirigentes populares, casi presidente, según —no las encuestas, no existían en esa época—, sino según cuenta la memoria popular: Jorge Eliécer Gaitán.
Todo junto, en un momento, hace que la sociedad colombiana trate de ver el origen de la violencia en ese día aciago donde estalló una insurrección popular, donde en buena parte del país se instituyeron juntas revolucionarias y donde todo terminó en una masacre.
En ese entonces, incluso lo recuerdan las fotos, el Ejército colombiano había sido entrenado desde finales del siglo XIX por Prusia y sus uniformes, para la época en el 48, eran exactamente los uniformes de la Wehrmacht.
Las fotos, entonces, no solo nos traen amargos recuerdos a los colombianos, sino que, como si en 1948, todavía hubiese una guerra en donde estuvieran los nazis, que eran juzgados por crímenes de guerra, por delitos de lesa humanidad.
Como que habían matado millones de personas solo porque eran judíos, solo porque eran gitanos, solo porque eran personas en discapacidad, solo porque eran homosexuales, solo porque eran socialistas o solo porque eran comunistas, solo porque eran demócratas. La palabra democracia no estaba en la concepción que llevó a estas personas a uno de los peores desastres de la humanidad.
Todo junto allí se nos aparecía entonces el 9 de abril de 1948 como la fecha del inicio de nuestra violencia. Pero no hay tal. Nuestra violencia recorre toda la historia de la República, incluso podría uno ir atrás.
La República, como en muchos de los países latinoamericanos, se funda con una guerra, una guerra que cuando uno la analiza desde la perspectiva de la resolución pacífica de los conflictos, tiene dos momentos estelares: uno, el de Bolívar, el dirigente político y militar de esa revolución, venezolano… En ese entonces nuestras fronteras actuales no eran tales. Nosotros limitábamos con Costa Rica, ya no.
Una historia de violencia
La historia de la República ha sido como achicarse desde ese entonces. Los límites entre Colombia y Venezuela no eran tan fijos, incluso no existían como tales, nos considerábamos un mismo pueblo y, por eso, un caraqueño como Bolívar podía lograr que las autoridades, en ese entonces revolucionarias que gritaban independencia sobre todo en Cartagena y en otras ciudades del país, lo bautizaran como jefe de los ejércitos libertadores, que eran unos cuantos miles y al final, el libertador, que es como hoy lo reconocemos.
Él dicta un decreto a muerte: todo español con sus bienes debía ser pasado por las armas, así fuese un combatiente caído en condición de indefensión y después genera casi —no recuerdo ya exactamente las fechas—, otro momento en donde él se encuentra con el jefe de los ejércitos españoles y tratan de hacer un acuerdo de humanización de la guerra.
Hoy lo llamaríamos un acuerdo humanitario ¿Cómo se podía humanizar una guerra?
Yo siempre he desconfiado de esa palabra. Cómo se podía humanizar una guerra de tal manera que no extendiera la violencia a profundidad. Dos momentos contradictorios hechos por el mismo hombre y en una historia inicial, en donde las ideas que influían a las personas, en el caso latinoamericano, venían de Francia, nuestros libertadores traducían los textos franceses a la luz de la vela con diccionario, y que tenían que ver con la fundación de lo que hoy, con mucha claridad, podríamos llamar la democracia liberal.
Somos hijos de esa lucha. Somos hijos de la Revolución Francesa, en cierta forma, pero calculando, a través de nuestra historia, la realidad misma de nuestras sociedades.
El Ejército Libertador era de indígenas, de negros. La gran diferencia entre Bolívar y (Francisco de Paula) Santander y la élite criolla neogranadina es que esta se creía élite, hija de españoles, blanca, solo querían reemplazar los padres por los que habían nacido en estas tierras, sin reemplazar las estructuras económicas.
Y la discusión que plantea Bolívar es que así no es posible ganarles a los españoles. No se puede configurar un ejército, solo guerrillas al estilo español. Nosotros aprendemos a ser guerrillas y ser guerrilleros no por el Che Guevara (Ernesto Guevara), antes había un aprendizaje, de hecho, en Colombia había guerrillas antes de la Revolución Cubana, sino porque eso viene de España, porque los españoles lo habían hecho contra la invasión francesa, con relativo éxito, porque en ciertas luchas indígenas contra la conquista española en Colombia, ciertos pueblos se habían defendido en la resistencia a través de ese tipo de prácticas, porque eso entonces venía dentro de nuestra historia y de nuestra cultura. En Colombia se dice que hacer guerrillas es muy fácil, que es como dejar crecer el pasto.
Y de hecho toda nuestra historia ha sido así.
La discusión de Bolívar no era más sino decirle a la élite criolloneogranadina que para destruir el ejército español se necesitaba un ejército, y que un ejército solo se podía configurar a partir que la base popular misma defendiera la idea de la independencia nacional, de la soberanía.
Y esa era una idea, indudablemente, insurgente, porque Colombia era esclavista. Colombia, incluso, sus héroes, sus libertadores, mire qué paradoja, hasta el libertador Bolívar, eran dueños de esclavos.
¿Cómo calcar las tesis de la Revolución Francesa? La carta de Rousseau, el contrato social, Montesquieu, el liberal. ¿Cómo calcar esas tesis que venían de Estados Unidos también, de (George) Washington y lo que allá llaman los padres fundadores, de la vieja Inglaterra, donde en realidad se empezó a cocinar estas tesis? ¿Cómo calcarla en una sociedad esclavista donde nadie quería liberar los esclavos que no fueran los esclavos mismos?
Y esa es nuestra primera gran contradicción. Nuestra paradoja. Una cáscara democrática discursiva.
Instituciones que nacen de esa Carta: parlamentos, partidos políticos, derecho al voto restringido, no pueden votar las mujeres, no pueden votar los iletrados, que eran la inmensa mayoría del pueblo.
Una democracia chiquita, solo para una élite de hombres dueños de esclavos. Patriarcas esclavistas.
No nos ocurría solo a nosotros, les ocurría a los mismos padres fundadores de los Estados Unidos, a Washington; les ocurría a los franceses, que allá liberaban tierras y le cortaban la cabeza a los reyes y a las reinas, pero en las islas, en América, usaban esclavos, llevaban esclavos.
La esclavitud
Uno de los peores hechos de la humanidad en su historia fue sacar pueblos forzadamente del África y, a través del mar, traerlos a estas tierras que desconocían y condenarlos a ellos a ser esclavos de por vida y a sus hijos y a sus nietos por perpetuidad. Una tesis nada democrática.
Así nos fundamos en Colombia, fue así. El mapa de la esclavitud tiene unas ciudades. A las aldeas de África, los comerciantes portugueses, franceses, españoles, árabes, incluso, que llegan a La Habana, que siguen hasta Veracruz, que llegan a Cartagena, la hermosa ciudad nuestra en el Caribe, era la gran plaza de venta de esclavos.
Y de allí empezó a sonar –no en boca de quienes traducían el francés y sus tesis revolucionarias, sino en boca de los mismos esclavos negros. Decían que, de un príncipe de alguna comunidad– la palabra libertad.
Benkos Biohó, por ejemplo, que desde Cartagena sacaba y liberaba de cadenas, para construir palenques libertarios, donde los españoles ya no podían entrar.
Y así se fue configurando la inmensa diversidad colombiana ayudada por la naturaleza.
Los Andes, partidos en tres cordilleras que separan regiones, unas de otras, en aquel entonces con muy difíciles posibilidades de comunicación.
Aún hoy nosotros tenemos dificultades inmensas para comunicar una región con otra. Cualquier temblor, como acaba de suceder, separa completamente una región de otra. Cordilleras que aún se mueven porque son muy jóvenes.
Y eso permitió, en su momento, el que buena parte de los esclavos negros llegaran a regiones donde no podían ya ser molestados –o que comunidades indígenas– se subieran en las montañas, donde no podían llegar con sus armaduras, y la combinación de las sangres fue dando un país con una inmensa biodiversidad cultural humana.
Doscientos años de violencia
En Colombia se hablan 300 lenguas diferentes y nosotros creemos aún que solo hablamos el español.
Después de esa época es muy difícil encontrar un año de paz. Nuestra historia republicana de más de dos siglos es una historia de guerra. Es difícil encontrar, mucho menos, una generación que sepa durante esos dos siglos vivir en paz. No sabemos. No está ya ni siquiera en nuestro recuerdo.
Eso no pasa en el mundo. Lo que cualquier colombiano o colombiana del común cree hoy que es normal, no pasa en la humanidad. A menos que me equivoque, ustedes me dirán en sus estudios, pero yo todavía no he podido encontrar una sociedad que durante dos siglos se esté matando entre sí.
Cada guerra traía un pacto de paz, a veces. Y el pacto de paz, una vez firmado, no por sí mismo, pero se generaba en la historia de Colombia una nueva guerra.
El siglo XIX tiene –y las cuentas son diferentes entre cada investigador, porque las hace de manera diferente– más de 40 guerras civiles. 40.
Algunas importantes desde el punto de vista histórico que yo las recuerdo o se recuerdan por las consecuencias: 1850, 1851, un poco antes de la Guerra de Secesión de Estados Unidos. Es interesante porque se libraron en torno a la liberación de los esclavos, tan tardíamente después de la Revolución de Independencia Nacional. Medio siglo después, allá y acá, nos enfrentamos por la libertad.
Los Estados Unidos no serían lo que es hoy si no hubieran resuelto la enfermedad que tenían dentro de sí: un sur esclavista, un norte capitalista en desarrollo pensando en modernidad, que veía en la esclavitud un atraso y una ruptura completa de las bases éticas de una sociedad. No pudieron resolver eso hablando ni a través de un pacto, lo resolvieron a través de una guerra sin pacto después con una derrota de quienes esclavizaban y con consecuencias que aún perduran.
Si no hubiese existido ese conflicto en Estados Unidos, Estados Unidos sería hoy muy diferente.
La mentalidad trazada de la élite, la antidemocracia mucho más profunda, el anacronismo de un sistema económico como el esclavismo no les hubiera permitido ser la potencia mundial que son hoy.
Nosotros hicimos casi lo mismo. Los obreros de Bogotá, artesanos, eligieron, no por voto, sino por nominación, el último general del Ejército Libertador como jefe del Estado, un indígena, el único indígena que ha sido presidente en Colombia, el general (José María) Melo, para decretar una especie de democracia de las sociedades y ayudar a la tesis liberal de libertar a los esclavos.
Fue inmediatamente rodeado, militarmente, por ejércitos que se construyeron por los dueños de los esclavos de otras regiones del país y lo derrotaron.
El general Melo terminó fusilado en el sur de México, ayudando a los liberales de Benito Juárez. Fusilado por los conservadores allá, en una tierra que hoy considera que es un héroe de su territorio.
Los colombianos casi no conocemos de su existencia y no hemos podido recuperar sus restos. El único presidente cuyos restos no están en Colombia.
El último general del ejército de Bolívar. El último bolivariano, porque a partir de esa insurrección obrera y militar decretaron el fin del Ejército Libertador, que era una molestia, porque estaba compuesto de negros y de indígenas. Era un ejército popular de liberación y molestaba a la élite criolla hija de españoles que querían menos democracia, aunque fuese una república.
Estos hechos históricos tienen una importancia para hoy, podríamos describirlos uno por uno, pero no queremos coparles el tiempo.
Es que –y esa es una parte de mi visión sobre el conflicto de Colombia—, sobre por qué una sociedad vive en guerra permanente, le digo guerra perpetua, no se ha construido como nación. Es una nación inconclusa.
Una nación es, de acuerdo a las mismas tesis francesas ginebrinas en este caso, un contrato social. No es un acto donde se firma, —a veces hay esos episodios— sino que es un proceso histórico al que se llega, porque en un territorio determinado la sociedad puede convivir. Ese es el contrato social.
Y esa convivencia, así tenga tesis políticas, formalidades –si es una monarquía constitucional, si es un régimen parlamentario, si es un régimen presidencial, etcétera– tiene una base económica que es fundamental.
Si la sociedad que allí vive puede vivir dignamente, si la riqueza que allí se genera generalmente a partir del trabajo puede ser distribuida de tal manera que cualquier miembro de la sociedad pueda vivir allí.
Exclusión social
Colombia es un país riquísimo en belleza, en recursos naturales –en aquel entonces se necesitaban– es un pueblo trabajador, de labradores. Era, en su mayoría, de poblaciones campesinas, cultivaban las tierras, pero nunca se había podido lograr que la mayoría de la población pudiera vivir de la riqueza que producía la misma Colombia.
El primer ejemplo es la esclavitud, pero estaríamos llenos de esa exclusión social, incluso, si la describiéramos históricamente, pero que hoy se sintetiza en estadísticas que se pueden obtener: Colombia es uno de los países más desiguales de la tierra.
Si yo comparo Costa Rica –y las mismas estadísticas, siendo la misma geografía, prácticamente, casi teniendo los mismos orígenes, hasta el tono de los dialectos, la misma biodiversidad natural, países de la belleza, en Costa Rica no hay ejército–, no sé cómo será la historia de la violencia en Costa Rica, pero no hay ningún conflicto armado.
Costa Rica no se caracteriza por ser una sociedad que se mate entre sí. ¿Cuál es la diferencia? Yo encuentro una. No tiene que ver con la genética, tiene que ver con que las sociedades han encontrado con dificultad, obviamente, una manera de lograr cierta equidad dada la riqueza de un territorio.
Costa Rica lo ha hecho mejor que Colombia en esos términos; nosotros hemos fracasado.
Que Costa Rica sea equitativa, pues tampoco es cierto. Latinoamérica es la región más desigual del mundo, pero nosotros estamos en la punta de la desigualdad.
Esta tesis me la critican. Es la desigualdad social la que causa nuestra violencia y nuestros actuales problemas contemporáneos, los más graves.
La critican desde sectores de la sociedad y políticos, representantes de ellos, que no creen en esa tesis porque llevaría automáticamente a solucionar los problemas de la desigualdad a construir una sociedad más equitativa.
Nosotros le decimos desde lenguajes políticos, la justicia social. Es ese el punto.
Por eso Colombia, cuando llega a estas décadas, y el escenario internacional se empieza a mover alrededor de un conflicto social, incluso armado en muchos países del mundo, son las confrontaciones entre el movimiento obrero socialista las que querían hacer una revolución y acabar con una sociedad capitalista.
Un conflicto armado eterno y perpetuo
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, Colombia vive las influencias de ese mundo y lo reproduce dentro de su conflicto armado eterno y perpetuo. Es decir, Colombia traduce los contextos internacionales para mantener la violencia.
Nos parecemos a España. España entra en guerra, —por ahí hay una película de Netflix que me ha encantado por la historia que desarrolla: “Los pacientes del doctor García”—, que uno mira el paralelismo.
Claro, es el último intento dentro de nuestros pueblos de acabar con la corona española. Nosotros tuvimos éxito, ellos no, lo manejaron de otra manera.
Pero esa guerra se reproduce en Colombia, amigos de republicanos, amigos de los monárquicos; se reproduce –y tiene que ver con el fascismo europeo– a partir de un traslado del discurso fascista a la mentalidad gobernante en Colombia.
Tal cual. Diarios y prensa traduciendo los discursos de Hitler, de Mussolini y después de Franco, que se convierte en el gran portador de las ideas fascistas dentro de Colombia, e irradia en la élite que gobernaba.
Es probable que son los que matan a Jorge Eliécer Gaitán. Es probable después de la destrucción de la insurrección popular, que son los que desencadenan, incluso desde el púlpito, usando la radio, los medios de comunicación, un discurso de odio–no había muchos bolcheviques, no había muchos judíos–, que va proclamando que el enemigo de la humanidad es el liberalismo.
Y la mayoría del pueblo colombiano era liberal.
Jorge Eliécer Gaitán hubiera podido ser el presidente. La división del Partido Liberal entre dos facciones de vanguardia abre el camino de que el Partido Conservador, que está adquiriendo el discurso fascista, gobierne a Colombia. Y decretan a sangre y fuego el exterminio del pueblo liberal, 300 mil muertos, masacres. Lo que nosotros llamamos hoy paramilitares, allá llamaban chulavitas, recorriendo poblaciones, quemando y matando todo aquel que en las listas les pareciera que era un liberal, ordenado por el gobierno.
Lo mismo que en España. Solo que la palabra liberal en España la proclamaban republicanos, lo mismo.
Por eso llega ese 1948 en donde los Estados Unidos juzgan el fascismo europeo, los nazis, alemanes, los derrotados, pero nunca juzgan el fascismo español, y nunca juzgan el fascismo colombiano, que ya tenía 300 mil muertos, de 11 millones de habitantes que eran en nuestras tierras.
Ni España ni Colombia hacen la catarsis del pensamiento fascista. Y sobrevive a través de los estratos de la historia, nos parecemos en eso.
Pero Colombia mantiene entonces esa disposición a que sectores del Estado maten a su propio pueblo. No hubo nunca un juzgamiento, nunca nadie pagó por eso.
Y eso desarrolló entonces la guerra en los campos, el conflicto actual. De ahí ya no salimos nosotros; los españoles sí. Supieron hacerlo, supieron entenderse.
Es una parte de la historia que hay que recordar como un ejemplo, su pacto, como hicieron los franceses, como hicieron los europeos después de la catástrofe nazi.
Pero Colombia no pudo hacerlo, ni juzgó, ni hizo reflexión autocrítica de lo que significaba el fascismo, palabra que no conoce el pueblo colombiano, porque la misma educación oculta que fuimos gobernados por fascistas.
Los fascistas siguieron gobernando, sus hijos, sus ideas –entre comillas–, porque es más bien el crimen desde el poder, la concentración de la riqueza que eso trajo, la muerte sobre todo del campesinado quitándoles las tierras; el estado de desigualdad y la mentira de una palabra que se llama democracia. Un cascarón sin contenido.
La guerra arrancó y no termina hoy. Solo se transformó. De liberales y conservadores pasamos a gente de izquierda insurrecta luchando contra el Estado. La Guerra Fría ayudaba. Las FARC aparecieron antes de Fidel Castro. Eran liberales que se volvieron comunistas y se fue llenando Colombia de la idea de hacer una insurrección armada, insurgente. Yo participé en ese esfuerzo.
Y de pronto, fue apareciendo la tesis de que por qué tenemos que matarnos todo el tiempo.
Antes que cayera el Muro de Berlín, cosas de esas, en Colombia se pensó, se propuso e intentó hacer un nuevo acuerdo de paz. Intentar construir una nación. Se le llamó ‘diálogo nacional al esfuerzo’.
Se fracasó una vez, se intentó otra vez. La mayor parte del movimiento guerrillero dejó sus armas a través de un acuerdo que terminó en un proceso constituyente, generó la Constitución del 91 y se pensó en las palabras de una nación.
El mismo año en que se aprobó la Constitución tuvimos el peor año de violencia
De acuerdo a nuestra historia esa diversidad podría ser la fundadora de una nación. Creímos que lo habíamos logrado. La esperanza, la posibilidad democrática, y otra vez fuimos derrotados.
No porque cayera la Constitución o la hubieran derribado, sino porque simplemente no se aplicó. Porque se dejó como un discurso. La posibilidad del proyecto democrático quedó volando en algunas universidades, facultades de derecho, en algunos espacios de modernidad.
Pero el mismo año en que se aprobó la Constitución tuvimos el peor año de violencia. Toda la década de los 90 nos generó, como si repitiéramos la historia, 200 mil muertos, muchos en fosas comunes, masacres, la muerte de un liderazgo, la extinción de la Unión Patriótica, el acorralamiento del sindicalismo.
La democracia que pensábamos con la Constitución del 91, que no había sido con la revolución de independencia nacional, otra vez se esfumó.
Esa fase, aparentemente era de paramilitares contra guerrilleros. Unos, dizque tratando de defender la libertad de empresa que se considera como lo exclusivamente propio de la libertad, y los otros aun tratando de construir un socialismo.
El conflicto de las economías ilícitas
Todo varió. No fue la democracia lo que eliminó el conflicto, sino fue un conflicto que evolucionó o involucionó hacia lo que es hoy, que ya no es el conflicto de una insurgencia contra un Estado, y un Estado defendiéndose, sino que es el conflicto de las economías ilícitas contra el pueblo mismo; ni siquiera golpea al Estado.
La economía ilícita trata de cooptar el Estado para ponerlo en su función. Soborna, tiene mucho dinero, controla territorio y tiene que ver con lo que la humanidad en sus instancias representativas, como Naciones Unidas, o las relaciones de poder, si se quiere ser más preciso, a nivel mundial, considera que es un delito.
La economía ilícita es, por tanto, lo que está por fuera de una norma tomada mal o bien. La cocaína, después el oro, después el éxodo, después la trata de la mujer, las nuevas esclavitudes, etcétera, han ido configurando una nube de posibilidades económicas que se defienden y se capturan con las armas.
Y entonces, nuestro conflicto ideológico armado se transformó en el conflicto de las economías ilícitas. Los ejércitos podrían vivir de la economía ilícita y permanecer perpetuamente allí.
Ese es nuestro conflicto de hoy. No hemos podido salir del conflicto, solo que este tiene una característica: puede salir de las fronteras, no respeta ya las fronteras.
Hasta el conflicto ideológico de la Guerra Fría respetaba la frontera. Aquí no. Aquí se vuelve de las Américas, aquí se va volviendo del mundo, usa los conflictos armados para construir las rutas, empodera gente con mucho dinero, que incluso puede cooptar los Estados, compra jueces, compra policías, compra ejércitos compra presidentes, incluso.
Es el crimen que vuelve a ejercer poder. Imita en eso a Hitler, un criminal, quizás pequeño, que una vez llega al poder potencia el crimen.
Estamos en un mundo parecido. Ya no es el conflicto colombiano. Los muertos van por toda Centroamérica, se meten dentro de los Estados Unidos, construyen las ciudades más violentas del mundo.
Guerras como la de Ucrania o, antes, las invasiones a los países árabes, no arrojan los mismos números de muertos que aquí sí, aparentemente, en una guerra todos los días aparecen.
Las ciudades más violentas del mundo están aquí. Algunas norteamericanas, muchas mexicanas, muchísimas centroamericanas, brasileñas, colombianas, obviamente, venezolanas, ecuatorianas.
Ecuador, que era un país estadísticamente pacífico, hoy es más violento que Colombia. ¿Qué pasa?
Que lo que era antes un caso local de una sociedad que se ha matado en la historia entre sí, por siglos, hoy es un conflicto que silenciosamente se va construyendo como guerras urbanas, como guerras de control territorial, con capturas de países enteros como hoy Haití, en un conflicto de violencia de las Américas, entra a África, va por el mundo volando.
Aquí entonces la pregunta es: ¿y cómo vamos a resolver el asunto? Pregunta hacia Colombia, obviamente, pregunta hacia el mundo.
Si la vemos como pregunta hacia Colombia no hay sino una respuesta. Incluso un tanto paradójica, nos podemos salvar de esa cadena que hemos ayudado a desatar si construimos un país democrático.
Un poco la promesa que hemos hecho. Por eso soy Presidente de la República.
La pregunta al mundo es por esas ilicitudes creadas y que están desatando en el caso de nuestras américas un millón de muertos latinoamericanos y hoy, en el caso de Estados Unidos, 100 mil muertos al año por fentanilo.
Es decir que si proyecto la guerra contra las drogas 50 años hacia adelante, ya tiene 50 hacia atrás, los que moríamos eran los latinoamericanos.
En Estados Unidos no tanto. Los cogían presos. El millón nuestro, vueltos presos, son cerca de 10 millones de los Estados Unidos, la mayoría negros y latinos. Una de las sociedades, de las mayores del mundo, con un porcentaje de su población presa. Una gran ciudad con dos millones y medio de presos manejados por empresas privadas que hacen un negocio y que les interesa que haya más presos, obviamente.
Y nosotros, cementerios, cadáveres. Ni siquiera cementerios, fosas comunes.
Ese es el balance hacia atrás.
Si uno lo proyecta hacia adelante 50 años, con 100 mil muertos por fentanilo en Estados Unidos —ahora sería Estados Unidos el que pondría el mayor número de muertos—, eso son 5 millones que pueden morir en el próximo medio siglo.
En ninguna guerra Estados Unidos ha tenido esa magnitud devorado por su propia política, su sociedad degradándose, el pacto social rompiéndose, el que se logró en el siglo XIX.
La guerra y la división entre la humanidad nos está quitando el tiempo del cronómetro de la existencia y de la vida
¿Qué hacer? En las discusiones obviamente hay posiciones diferentes. Continuar la guerra es llegar a esos niveles. Es ver cómo el esfuerzo democrático tan duramente establecido en nuestra historia contemporánea se diluye definitivamente.
Hoy más de una fuerza política no quiere la democracia en América Latina. Quiere quitar el proyecto democrático de la historia de América Latina, a pesar de que nosotros, con los franceses y con los gringos, fuimos la vanguardia de la humanidad en esa tesis hace dos siglos. No estábamos atrás. Estábamos en el frente. Una de las grandes victorias de la historia latinoamericana.
Pero ahora la idea es destruir la democracia en algunos sectores de la sociedad y de la política. Dos hechos nos lo podrían mostrar: la toma del parlamento en Brasilia y la toma del parlamento en Washington.
Claro que hay un movimiento cada vez más fuerte para olvidarnos de la idea democrática, recortada o no, una idea que ha movido a esta humanidad.
¿Qué hacer entonces? A mí me parece que además de mi tarea de tratar de resolver el conflicto armado colombiano que se mueve por la economía ilícita que depende del mundo, no de nosotros…
Es decir, no tenemos las palancas del control, como la crisis climática que usted mencionó: ¿podemos nosotros resolver la crisis climática? No. Los centros de poder tienen la posibilidad de resolverla.
¿Podemos resolver las economías ilícitas nosotros? No. Los centros de poder pueden resolverlas.
Crisis climática y economía ilícita herederas de un sistema capitalista, tienen sus posibles soluciones en decisiones del poder mundial. No de nosotros. He ahí nuestra impotencia, porque no podemos lograr soluciones por nosotros mismos.
Esa discusión puede llevar a quitar la ilicitud. Quitar la ilicitud podría degradar más a la humanidad o, al contrario, evitar la disolución incluso de la existencia de la palabra ‘democracia’ en nuestra memoria.
¿Podríamos pasar a ser sociedades pacíficas? ¿Podríamos pasar a ser democracias profundas y multicolores? ¿Podríamos extinguir la palabra ‘conflicto armado’ del mundo, con toda su complejidad?
La humanidad, si no resuelve su propia división violenta, no podrá reconciliarse con la naturaleza. Lo estamos viendo con la guerra de Ucrania. Todos allá concentrados en Europa y en Estados Unidos en quién gana, moviendo armas, impidiendo procesos a ver si la OTAN se instala o no se instala, o si el imperio ruso se constituye o no. ¿Y la crisis climática qué? Avanza.
La guerra y la división entre la humanidad nos está quitando el tiempo del cronómetro de la existencia y de la vida.
Si nosotros tenemos una misión que es llevar este virus que llamamos vida, del cual somos la especie más desarrollada por ser inteligentes, a lo que nos rodea como planeta, pues solo lo podremos hacer si superamos nuestra propia división mortífera, nuestro reinado de la muerte.
Una misión, quizás, pero también puede ser un fracaso. Y el fracaso de esa misión, ni más ni menos, en este momento se llama la extinción de la especie humana del planeta.
Gracias por haberme escuchado. Muy amables.
Acto de entrega del título honorífico Doctor Honoris Causa por la Paz de la Universidad para la Paz, San José de Costa Rica. Asistieron: Francisco Rojas Aravena, Rector de la Universidad para la Paz, Juan Carlos Sains-Borgo, Vicerrector; Rebeca Grynspan, subsecretaria general de las Naciones Unidas; Lidia Peralta Cordero, Viceministra de Relaciones Exteriores y Culto de Costa Rica, y Ángela Willis, directora administrativa académica de la Universidad para la Paz.
Fuente. Cancilleria Colombia