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Las guerras olvidadas de RD Congo

Triste. Así me siento después de cuatro semanas de informar sobre los conflictos en la provincia de Ituri, en el este de la República Democrática del Congo (RDC).

En mi libreta de notas y en las tarjetas de memoria de mis cámaras guardo los rostros y testimonios de las víctimas, los verdugos, las víctimas-verdugos, las historias de vidas destrozadas, de ataques y represalias, de una población en estado de shock. Mucha violencia y malentendidos. Impera la injustica.

Me invade indignación y rabia. En mi tercera estadía en tres años en Ituri, la situación no hizo más que degradarse.

Retrocedamos. Tras el genocidio de los tutsi en Ruanda en 1994, los dignatarios hutus del régimen ruandés y del ejército, huyeron con las manos llenas de sangre al vecino Congo, una antigua colonia belga que entre 1971 y 1997 se llamó Zaire.

Cientos de miles de civiles de su etnia los siguen por temor a represalias del nuevo régimen ruandés de Paul Kagame.

Ess temidas represalias no se hacen esperar. El ejército ruandés entra con fuerza en el país.

En un efecto dominó, el este de la RDC se hunde en una espiral de violencia, resentimiento y saqueo. La región está fragmentada, bajo el control de poderosas milicias, donde los ejércitos de los países vecinos van y vienen a su antojo.

Desde entonces, se suceden treguas, guerras, altos al fuego, motines, intentos de golpe de Estado

A principios de 2019, poco después de mi llegada a la RDC, un nuevo presidente, Félix Tshisekedi, asumió la presidencia de este país de más de 90 millones de habitantes. Siendo la primera transición política pacífica que puso fin al reinado de 17 años de Joseph Kabila, muchos soñaron con la llegada de tiempos de paz.

Pero esos sueños no fueron más que vanas ilusiones. Más de un centenar de grupos armados están activos en el este del país, con diferentes orígenes, diferentes motivaciones y diferentes métodos operativos.

Desde que Tshisekedi llegó al poder, los muertos se cuentan por miles. Más de 4.500 civiles fueron asesinados entre octubre de 2019 y febrero de 2022, según el recuento del Kivu Security Barometer (KST), un grupo de investigadores presente en el este de la RDC.

El ejército, que en 2021 obtuvo plenos poderes en Ituri para “erradicar” a los grupos armados, asegura tener la situación bajo control. Sin embargo, una docena de milicias aún controlan zonas de la provincia y masacran a civiles frente a los soldados congoleños y las fuerzas de paz de Naciones Unidas, que están en el país desde hace veintidós años.

Por su lado, los rebeldes, que dicen actuar en defensa de sus respectivas comunidades, también cometen crímenes atroces contra “los otros”. 

La situación ya era catastrófica en noviembre de 2019, cuando llegué por primera vez a documentar los ataques de los milicianos y del ejército en el territorio de Djugu, en el noreste del país, cerca de la frontera con Uganda. Pero las cosas están peor hoy, bastante peor

Los desplazados por la violencia desde 2018 también debieron huir de campamentos de refiugiados tras recientes masacres.

Surgieron nuevas facciones, se estancó el proceso de desarme de los grupos armados y los militares cometen crímenes contra civiles, lo que alimenta aún más la desconfianza y el miedo al Estado.

Raro aspecto positivo: todavía puedo viajar a estas zonas del este de la RDC para recopilar imágenes y testimonios de víctimas y beligerantes, algo que muchos de mis colegas no pueden hacer en otros lugares, como en Malí, por ejemplo, donde el riesgo de secuestro es extremadamente alto

Esta «libertad» de movimiento en el ejercicio de mi profesión obedece en parte a la ausencia de control estatal en las conflictivas provincias de Kivu Norte, Kivu Sur e Ituri. Tengo la «suerte» de poder reunirme, en un mismo día, con las autoridades por la mañana, con un grupo armado por la tarde y luego pasar la noche en una tienda de campaña con familias que acaban de huir de sus hogares tras un nuevo ataque

Para comprender cómo se obtiene el acceso, hay que tener en cuenta que aquí nada está realmente compartimentado. Muchos soldados son exrebeldes, por lo cual aún tienen contactos entre las milicias y saben perfectamente cómo funcionan.

Son tanto fuentes de información como un freno, y a veces una amenaza.

Debemos evaluar constantemente quién tiene interés en hablar y quién tiene interés en mantener silencio.

La sociedad civil, las organizaciones humanitarias, Naciones Unidas, investigadores… Todo el mundo interactúa con los grupos armados. Y viceversa. No debemos descuidar ningún contacto, mantener relaciones a largo plazo, respetar a todos, ser humildes y nunca dejar de aprender, de buscar, de intentar armar las piezas de un rompecabezas infinito que cambia apenas empieza a tomar forma.

Vivo y trabajo en el Congo desde hace más de tres años. Paso la mayor parte del tiempo informando sobre los conflictos en el este. Conozco a cientos de personas de todos los ámbitos de la vida. Es gracias a esta red de confianza que ahora puedo aventurarme en áreas de difícil acceso. Sin embargo, no está exento de riesgos. Incluso tomando las máximas precauciones las cosas pueden salir mal.

Ese fue el caso a mediados de diciembre último, durante un reportaje en una colina llamada Rhoo, en pleno territorio de Djugu, donde unos 70.000 hombres, mujeres y niños que huyeron de campamentos de desplazados buscaron la protección de la misión de paz de la ONU.

Vivían en esos campamentos desde hacía varios años pero fueron atacados por integrantes de la Cooperativa para el Desarrollo del Congo (Codeco),  una de las milicias más letales estructurada en torno a una secta religiosa.

Estos desplazados, que ya viven en condiciones de vida espantosas, sufrieron el trauma de ver a los cuerpos de sus familiares asesinados pudrirse a la intemperie en un poblado cercano a su campamento. No pudieron enterrarlos, pues sus intentos se vieron frustrados por los tiros de Codeco.

Se organizó entonces una patrulla de cascos azules con el objetivo de que voluntarios de la Cruz Roja local tuvieran un mínimo de seguridad para enterrar los cuerpos y luego regresar. Me uní a ellos.

Pero la cosa no salió nada bien.

Entre el segundo y el tercer entierro, hecho a toda prisa en el mismo lugar de los asesinatos, nuestro grupo fue emboscado por los Codecos. Íbamos a pie. Los cascos azules tardaron más de media hora en repeler a los atacantes y reagruparnos en los vehículos blindados. Afortunadamente, nadie, al menos de nuestro convoy, resultó herido por los disparos.

Esta emboscada me permitió comprender un poco mejor el miedo que sienten los habitantes de estos pueblos cuando son atacados por milicianos, a veces agazapados entre el maíz o en las casas en ruinas.

Desde fines de noviembre, los ataques que dejaron más de 100 muertos en los alrededores de Rhoo, en tanto otros perdieron la vida mientras iban a buscar agua o raíces de mandioca.

Puede que estuviera enojado con el grupo armado que nos disparó, pero mi papel no es juzgar. Mi papel es, en todo caso, hablar con todo el mundo, sin prejucios. Dar voz, describir y contar.

Tres semanas después, me reuní con los líderes de Codeco en su bastión para tratar de entender sus motivaciones y especialmente las razones que los empujan a cometer crímenes atroces, como asesinar y mutilar a niños, mujeres embarazadas, ancianos, todos aquellos que no corren lo suficientemente rápido cuando se producen ataques.

Sentados en bancos de madera en el complejo de un hospital rural destruido, en el corazón del territorio que controlan, los jóvenes jefes se sienten intimidados por mi cámara mientras realizo la entrevista.

El portavoz del grupo se responsabiliza de los ataques a los campamentos de desplazados, argumentando que sus hombres reaccionaron a «provocaciones» de milicianos de otra etnia que, según él, se esconden en los campamentos.

Para acceder a ellos, no existe un manual de usuario. Cada grupo armado tiene sus especificidades. Algunos no tienen ganas de conocer a los periodistas, algunos tienen miedo, otros por el contrario esperan desesperadamente que alguien les ponga frente a un micrófono.

Pero no nos presentamos así nomás ante ninguno de ellos en las zonas que ellos controlan. Necesitamos intermediarios de confianza. Y puede llevar tiempo encontrarlos y hacer que a su vez ellos también confíen.

Debemos asimismo dejar claro a las autoridades que no hay colusión entre los periodistas y los milicianos. Pero desde el momento en que los hombres armados pasan a ser protagonistas de la vida del país, es nuestro deber conocerlo.

¿Con qué medio de transporte ir a interrogar a las víctimas o a los rebeldes, dónde dormir, cuántos días quedarse, qué plan de salida en caso de que las cosas salgan mal, cuál es el valor en términos de información frente a los riesgos que se corren?

Estos aspectos deben evaluarse antes de cada salida para limitar los riesgos. La regla principal, en mi opinión, es nunca apresurarse.

En la AFP podemos tomarnos el tiempo y, a veces, pasar varias semanas informando en la misma zona. Esa es la mejor garantía para mi seguridad. Uno no logra acercarse y amansar a estas personas en medio día. El tiempo también permite tener una visión más amplia y una mejor comprensión de la situación.

Regresé hace un mes a Kinshasa, donde vivo, hasta una próxima visita a Ituri.

Cierro los ojos y veo en mi mente las siluetas de los adolescentes en el campamento de Rhoo jugando al fútbol al caer la noche, como todos los jóvenes del mundo. Veo la mirada risueña del Dr. Tony Ukety, un oftalmólogo que ha vivido las décadas de conflicto y que sigue luchando para hacer avanzar la investigación médica y crear puestos de trabajo en el territorio de Djugu.

Veo al autoproclamado coronel de una milicia de más de mil hombres que me saluda, vestido con pantalones cortos de gimnasia y riendo a carcajadas frente a la casa de su familia. Recuerdo aperitivos hasta altas horas de la noche en barrios marginales sin luz con Joël y Thierry, técnico de laboratorio y director de un hospital, contándonos nuestras vidas como si siempre hubiéramos sido amigos, como si la distancia que nos separa no existiera. Y tantos otros…

Toda esa gente que conocí, que me acogió, que se entregó, que confió en mí, que me protegió…  Es gracias a ellos y a su increíble humanidad que me despierto por la mañana con una sonrisa en la cara. A pesar de todo.

AGENCIA AFP

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