De cal y de arena
Los retorcijones que está padeciendo nuestra democracia son síntoma de la crisis en que están sumidos los partidos políticos. Una crisis que no emerge de ayer ni de poco tiempo atrás. Ya Daniel Oduber Quirós había advertido la presencia del desvarío que experimentaba el Partido Liberación Nacional desde que se convirtió en una maquinaria electoral en daño de la esencia y naturaleza propia de un partido político.
El presentimiento de Oduber no fue tomado en serio. Resultó una premonición que no tardó en marcar el descarrilamiento del PLN. Que al final, dejó de ser un vicio exclusivo de ese partido y se hizo presente, con perniciosos efectos, en el grueso de los demás partidos políticos. Nuestra democracia, la institucionalidad que le da cuerpo y vida, ha sido víctima inevitable.
Los hechos ponen al desnudo la impotencia de los partidos para encarar los graves y extendidos males de la sociedad contemporánea: la desigualdad social, aumento de la pobreza y la desigualdad, el “apagón” educativo , la pauperización de los segmentos medios de la sociedad (de un papel importante en el funcionamiento de la democracia), un Estado impotente para asumir los retos de la expansión de la demanda de sus servicios y penetrado por grupos de presión que lo han invadido para consolidarlo como fuente de privilegios, ese Estado de dudosa capacidad –además- para operar con sentido representativo de los estamentos sociales. Obsoleta, disfuncional, burocrática su presencia, como lo acusó el ex presidente Rodríguez Echeverría.
Con la crisis de los partidos llegó la crisis de sus liderazgos y la invasión de sus vacíos por los intereses de los cacicazgos locales, que se asentaron con pretensiones excluyentes y muy displicentes con la necesidad de valorar la experiencia y la habilidad de los políticos con escuela y con espuela. A muchos de los cuales les cayó la purga, el repudio, el denuesto.
Las generaciones que irrumpieron en los partidos arribaron con grandes ínfulas pero mareadas por la borrachera que muchos experimentan cuando consiguen apoltronarse en las alturas. Llegaron los tiempos de la demagogia electoral y los populismos en sus albores –una modalidad similar a la demagogia, y con muchas de sus características-.
El proceso degenerador de la naturaleza y misión de los partidos estaba en marcha. Y como en política los vacíos rápidamente se llenan, este automatismo no tardó en cumplirse: Liberación Nacional convertido en una maquinaria electoral, también la Unidad Social Cristiana ya despojada de su inspiración en la justicia social y revuelta en luchas intestinas que llegaron al extremo de institucionalizar la purga. A las nuevas corrientes partidarias (sobre todo trazadas por lo que significó Acción Ciudadana, cuya presencia parlamentaria llegó a ser efímera) les pasó cosa similar. Y de la izquierda beligerante, ni se diga: sin figuras sobresalientes que le dieran sentido presencial como actor de la marcha del Estado y promotor eficaz de cambios, en estos nuestros años han convertido su púlpito en tribuna de gritones, nada de lo que significa una bandera revolucionaria.
En ese escenario surge la figura de Rodrigo Chaves Robles, de presencia sorprendente, casi que inexplicable como actor político, virtualmente en solitario, arropado por un partido “taxi”, sin equipo técnico, tampoco académico, él mismo sin experiencia ni colmillo político. Carente de la sapiencia de un buen operador político a su lado y despreocupado por buscarlo. Su llegada, su presencia en el escenario político, su triunfo en las urnas me trajo a la memoria las palabras de Rodrigo Facio Brenes, dichas hace décadas y a propósito de otros escenarios: “La democracia temperamental no es ni más ni menos que el personalismo de un individuo que llega al poder y, de acuerdo con su temperamento, hace lo que le da la gana y se convierte prácticamente en dictador”.
Chaves candidato sentó sus reales en la efervescencia social causada por los preocupantes índices de inseguridad, desempleo, corrupción, desigualdad, pobreza, de desencanto de la política y de los partidos. Y triunfó. Y emprendió la tarea de gobernar con una modalidad muy propia de esa “democracia temperamental”. Una efervescencia social a la que los partidos tradicionales le dieron la espalda, -en contraste con la habilidad de Chaves- y algo que lo llevó a prometer “comprarse la bronca”.
Para 2026 Rodrigo Chaves Robles no podrá ser candidato. Pero quizás sí sea un influyente proveedor de respaldos políticos. Dependiendo del caudal de adhesiones que conserve entre los gobernados, que hoy le están aportando un 60% de apoyos, nada despreciable a estas alturas y con las características presentes en la “línea del frente de la guerra” declarada por ciertos conglomerados periodísticos.
No estará Rodrigo Chaves. ¿Tendrá a mano un partido político?. ¿Tendrá un “ahijado”?. Si en 2022 Rodrigo Chaves cosechó en los espacios dejados por la crisis de los partidos tradicionales y supo explotar el hastío de una sociedad sofocada por tantas carencias, no veo el escenario idóneo para que esos factores vuelvan a concurrir en 2026 con otro candidato. Lo cual no significa –así lo veo- que los partidos tradicionales tengan el campo despejado. Sin señales de “aggiornamento”, siendo “maquinarias electorales” no serán el foco de la atención y la simpatía de las masas sofocadas por la inequidad, el desempleo, la pobreza, el costo de la vida…..
Cuidado, entonces, con las secuelas de la coincidencia en 2026 de partidos políticos con la democracia en crisis y sufriendo el azote de las presiones sociales que desata el hartazgo de buena parte del electorado.
¿Habrá habido para 2026 una respuesta racionalmente satisfactoria al grito de desesperación de la Costa Rica marginada? Si no la hay, la crisis de la democracia costarricense se expresará con las formas de una peligrosa fatiga propicia a la confrontación social.
(*) Álvaro Madrigal es Abogado y Periodista